Después de varios días encerrada a voluntad como monja de clausura en mi dulce hogar entregada a unas obligaciones que yo misma me impuse, la vida sin paredes resulta de lo más maravillosa, aunque sólo dure veinticinco minutos y se desarrolle en el camino que separa mi casa del supermercado.
Respiro cada instante y me desplazo observando el barrio como nunca lo hice. Saludo a los transeúntes que no conozco, y gozo, sorteando, al cruzar la plaza, las pelotas de las decenas de niños que juegan en su alegría mientras gritan sin parar de una forma otro día molesta. Sonrío a la señora que intenta aventajarse de forma deshonesta en la cola interminable del super, y hasta le ayudo a guardar la compra. La dependienta, que tan sólo me da las gracias, resulta adorable, además de bella. La vida resulta estimulante a cada paso, y alguna paloma muerta con la que me cruzo que casi me hace tropezar cargada de bolsas, me recuerda que existe la vida. Y aunque en la radio dijeron que por ahí nevaba, aquí parece que es primavera.
Qué bello es vivir. Toda una experiencia.
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Imagen: Fernando Botero.
si és que la clausura sempre té efectes positius, si més no quan s'acaba...
ResponderEliminarsuposo que sí, pla.
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