lunes, 9 de noviembre de 2009

Adrián y María

Las clases de alemán se convirtieron en otra cosa desde no sé qué momento. María tenía horas tristes por aquel entonces. La prisa y las ganas de vivir que la llevaban a ocupar absolutamente cada instante de su vida con alguna actividad, la tenían con el alma en el suelo, de puro cansancio, absorbida por el tiempo, por la necesidad de un sólo minuto para poder perder. Guiada por una tristeza inconcreta que impregnaba cada uno de sus movimientos, cada trozo de su cuerpo se desplazaba por la vida con esfuerzo.


Adrián, su profesor de alemán, a pesar de todo eso, siempre lograba sacarle una sonrisa, y más de dos. Tenía la capacidad de devolverla a la vida en tan sólo dos horas. Un hombre de desbordante simpatía, que le dibujaba la risa a María, incluso más tarde, cuando ella pensaba en él. Adrián llevaba un cariño con él tan grande que se le escapaba por los lados, por todos, sin querer, en cada gesto, en cada frase, en cada mirada. Siempre una palabra amable o alguna broma cuando ella con mala conciencia y la boca pequeña le explicaba que no había podido hacer los deberes, que no había traído el ejercicio que el lunes le prometió que le entregaría. Incluso el día que María decidió comer sin mirar el reloj y llegó cuarenta minutos tarde a clase, él aún, preocupado de que no fuera a olvidarse, cuando ella se hubo quitado el abrigo y acomodado en el asiento, le acercó la hoja de firmar la asistencia acompañando el movimiento con una caricia en el hombro, que ella recibió como un abrazo.


Otro día también llegó tarde María, fueron diez minutos solamente, y Adrián se aproximó a ella mientras los demás compañeros hacían algún ejercicio individual y en silencio, y discretamente le explicó lo que habían hecho hasta ese momento, que ella agradeció y recibió con cierto pudor. Esa atención hacia ella impresionaba tanto a María, y le hacía preguntarse “por que”. María sabía que las mejores cosas son las sin porqués, las que no tienen respuesta ni intención, que son porque sí, porque nacen. Dulce en forma de hombre, él sabía que la vida de ella era una vida muy ocupada, y la cuidaba de la mejor manera que sabía, sin saberlo. María no entendía qué otra cosa era el amor si no aquello, pensaba que era como cuando tratas mal a alguien y te devuelve un gesto amable o un piropo, o cuando ante una bofetada te responden con un beso o un te quiero. Situaciones que desconciertan, descolocan, que te hacen ver que ahí alguien te está queriendo, de algún modo, o que es grande, y los grandes tienen esa maravillosa facilidad para querer.


Un miércoles de aquellos tiempos, en los diez minutos de descanso de la clase, tiempo que ella siempre aprovechaba para correr a la cafetería de la academia, tres plantas más abajo, y tomar su dosis de cafeína en taza para aguantar, por que después de esa clase venían otras actividades que terminaban a las once de la noche, él la entretuvo. Se había acercado a su asiento, y ocupado la silla vacía de su lado para preguntarle sobre su vida, sobre donde había vivido, a raíz de un ejercicio oral que en clase minutos antes había hecho reír a toda la clase, y en el que ella una vez más se había sentido halagada por los comentarios de Adrián. Al pasar varios minutos, él interrumpió la conversación para preguntarle si quería ir a hacer su café de siempre, otra vez pensando en ella, abrazándola de nuevo con sus gestos. Sí, pero no se si tendré tiempo, dijo ella. Sí, ve, date prisa. Y ella se dio prisa, y en el instante que entraba al aula, él, al verla, retomaba la clase con naturalidad.

Ante todo esto y a medida que María vio que día a día Adrián iba reduciendo la distancia entre sus cuerpos, ella empezó a sentir deseos de amarlo con todo su ser, pero era más bien fuerza de voluntad ya que no podía sentir en realidad ningún deseo carnal hacia aquel hombre. Se indignaba por ello, ya que hubiera querido regalarle toda su entrega para agradecerle y devolverle así todo su cariño. Pero lo que sentía María era otro tipo de amor, en el que no existía el deseo.


Semanas más tarde, cuando volvió la alegría de María y la tristeza se quedó en las calles, siguió sintiendo algo de decepción por no poder diseñar a su antojo el deseo, convencida que hubiera sido un buen regalo para Adrián. Aunque con aquella historia había aprendido algo que no iba a olvidar: que la vida siempre es más fácil cuando queremos. Y infinitamente más bonita. ¿Qué otra cosa se puede pedir para ser feliz?

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