lunes, 23 de noviembre de 2009

Azul

Hoy tengo ganas de llorar pero no sé cómo se escribe el llanto. Si es verde, azul o blanco o si se escribe con mayúsculas o con letras de trapo. O si tengo que encontrar un motivo que le de algun sentido a las palabras, o si tengo que explicarlo para que alguien lo entienda. Hoy, cuando nada es igual que ayer y todo sigue en el mismo sitio, quiero correr a encontrar algo que me saque la tristeza de este cuerpo que hoy parece rebelarse a la alegría. Y sí, debe haber razón. Quizás es que la verdad le ganó a la mentira y por fin descubro mi vacío. O quizás es que lo que sin querer ni saber buscaba no lo encontré y hoy me di cuenta.



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Imagen: Willem de Kooning

sábado, 21 de noviembre de 2009

tal vez

Tenía un dolor bajo el pecho y no sabía de qué. Al principio pensé que era hambre pero la gente se reía de mi y decían que no podía ser después de tres días. Yo creía que sí, porque me estaba alimentando mal. Un yogur, un cigarro, un trozo de chocolate, pan. El dolor era en la boca del estómago, intenso, y sólo a veces se iba. No sé a dónde.

Una noche lo conocí. Tenía forma de hombre. Apareció sin que me diera cuenta, en un sueño extraño como todos lo son. Caminaba hacia mi, al lado de un amigo al que yo estaba esperando. Y sólo lo vi de lejos, reconociendo su figura, inconfundible. Pero me desperté enseguida y no pude retomar la historia, aunque lo intenté fuertemente aferrándome a la almohada. Fue imposible. Y tuve que levantarme. Muchas horas estuve pensando en qué hubiera pasado y en porque soñé con él. No sé por qué lo bauticé como dolor porque no dijo nada y ni siquiera me miró en ningún momento, pero el estómago ha dejado de dolerme. Quizás sólo lo acepté pero parece haberse ido para siempre. Después desayuné fuerte. Tal vez era hambre.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Nothing

Nothing is nothing y lo demás es otra cosa.

A veces la vida es la misma mierda. Pero hasta la mierda sirve para alguna cosa.

A mi me sirvió para darme cuenta de que lo que ayer creía importante, hoy, después de saber tu historia, se ha convertido en la cosa más superflua, más vacía, más llena de nada, en mucho tiempo.


Y aquí estoy pensando en ese abrazo que te di, que nos dimos, y en las ganas que me quedaron de seguirte abrazando, durante horas, para poder quitarte si pudiera un poquito ese dolor que hoy te entristece, y que parece haber robado para siempre alguna cosa a tu mirada.


lunes, 16 de noviembre de 2009

Historia de dos imbéciles

Me siento incómoda, y supongo que las razones están en no tener lo que creía no querer y que ahora echo de menos. O haber topado con un imbécil que me tiene viviendo con el teléfono móvil adherido a mi mano y enganchada a la tecla "actualizar" del navegador de mi ordenador, acciones de las que por otro lado no obtengo resultado alguno. Y digo imbécil no porque no me haga caso que por eso no sería imbécil, sino simplemente porque lo es, desde los hechos objetivos, y es lo que más me indigna que al final gente ideal no me interesa y este imbécil me tiene a ratos la mente en blanco convirtiéndome en otra imbécil, aún mayor, por que yo antes no lo era. Y aquí estoy perdiendo mi precioso tiempo escribiendo sobre dos imbéciles...pero lo peor de todo, lo mejor para él, es que él no sabe que lo es, por eso es imbécil porque mira que es evidente, pero en cambio yo, me siento más desgraciada y desdichada por ser completamente consciente de su total imbecilidad, y de la mía, que aunque son la misma cosa no nos sirve para nada.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Adrián y María

Las clases de alemán se convirtieron en otra cosa desde no sé qué momento. María tenía horas tristes por aquel entonces. La prisa y las ganas de vivir que la llevaban a ocupar absolutamente cada instante de su vida con alguna actividad, la tenían con el alma en el suelo, de puro cansancio, absorbida por el tiempo, por la necesidad de un sólo minuto para poder perder. Guiada por una tristeza inconcreta que impregnaba cada uno de sus movimientos, cada trozo de su cuerpo se desplazaba por la vida con esfuerzo.


Adrián, su profesor de alemán, a pesar de todo eso, siempre lograba sacarle una sonrisa, y más de dos. Tenía la capacidad de devolverla a la vida en tan sólo dos horas. Un hombre de desbordante simpatía, que le dibujaba la risa a María, incluso más tarde, cuando ella pensaba en él. Adrián llevaba un cariño con él tan grande que se le escapaba por los lados, por todos, sin querer, en cada gesto, en cada frase, en cada mirada. Siempre una palabra amable o alguna broma cuando ella con mala conciencia y la boca pequeña le explicaba que no había podido hacer los deberes, que no había traído el ejercicio que el lunes le prometió que le entregaría. Incluso el día que María decidió comer sin mirar el reloj y llegó cuarenta minutos tarde a clase, él aún, preocupado de que no fuera a olvidarse, cuando ella se hubo quitado el abrigo y acomodado en el asiento, le acercó la hoja de firmar la asistencia acompañando el movimiento con una caricia en el hombro, que ella recibió como un abrazo.


Otro día también llegó tarde María, fueron diez minutos solamente, y Adrián se aproximó a ella mientras los demás compañeros hacían algún ejercicio individual y en silencio, y discretamente le explicó lo que habían hecho hasta ese momento, que ella agradeció y recibió con cierto pudor. Esa atención hacia ella impresionaba tanto a María, y le hacía preguntarse “por que”. María sabía que las mejores cosas son las sin porqués, las que no tienen respuesta ni intención, que son porque sí, porque nacen. Dulce en forma de hombre, él sabía que la vida de ella era una vida muy ocupada, y la cuidaba de la mejor manera que sabía, sin saberlo. María no entendía qué otra cosa era el amor si no aquello, pensaba que era como cuando tratas mal a alguien y te devuelve un gesto amable o un piropo, o cuando ante una bofetada te responden con un beso o un te quiero. Situaciones que desconciertan, descolocan, que te hacen ver que ahí alguien te está queriendo, de algún modo, o que es grande, y los grandes tienen esa maravillosa facilidad para querer.


Un miércoles de aquellos tiempos, en los diez minutos de descanso de la clase, tiempo que ella siempre aprovechaba para correr a la cafetería de la academia, tres plantas más abajo, y tomar su dosis de cafeína en taza para aguantar, por que después de esa clase venían otras actividades que terminaban a las once de la noche, él la entretuvo. Se había acercado a su asiento, y ocupado la silla vacía de su lado para preguntarle sobre su vida, sobre donde había vivido, a raíz de un ejercicio oral que en clase minutos antes había hecho reír a toda la clase, y en el que ella una vez más se había sentido halagada por los comentarios de Adrián. Al pasar varios minutos, él interrumpió la conversación para preguntarle si quería ir a hacer su café de siempre, otra vez pensando en ella, abrazándola de nuevo con sus gestos. Sí, pero no se si tendré tiempo, dijo ella. Sí, ve, date prisa. Y ella se dio prisa, y en el instante que entraba al aula, él, al verla, retomaba la clase con naturalidad.

Ante todo esto y a medida que María vio que día a día Adrián iba reduciendo la distancia entre sus cuerpos, ella empezó a sentir deseos de amarlo con todo su ser, pero era más bien fuerza de voluntad ya que no podía sentir en realidad ningún deseo carnal hacia aquel hombre. Se indignaba por ello, ya que hubiera querido regalarle toda su entrega para agradecerle y devolverle así todo su cariño. Pero lo que sentía María era otro tipo de amor, en el que no existía el deseo.


Semanas más tarde, cuando volvió la alegría de María y la tristeza se quedó en las calles, siguió sintiendo algo de decepción por no poder diseñar a su antojo el deseo, convencida que hubiera sido un buen regalo para Adrián. Aunque con aquella historia había aprendido algo que no iba a olvidar: que la vida siempre es más fácil cuando queremos. Y infinitamente más bonita. ¿Qué otra cosa se puede pedir para ser feliz?

sábado, 7 de noviembre de 2009

Por las mañanas

Por las mañanas, cuando el despertador en su última repetición me lleva a arrastrarme desde la cama al suelo, del suelo a la ducha, a la toalla, cafetera, ropa, zapatos, puerta, escaleras, calle, metro, y oficina, es cuando tengo las mejores ideas.

En esas horas tempranas en que odio la luz y miro desde abajo, camino hacia la boca del metro a medias, sin ganas de avanzar, como queriéndome quedar en el mismo sitio, aunque obligada a poner un pie delante del otro sabiendo que el reloj de fichar sí avanza y espera con malicia. En ese rato en que voy soñando con una hora más de cama y con el silencio de coches, motos, obras,…me lleno de incomprensión hacia el mundo cuando el tarjetero donde guardo el bono del metro parece haber huido para siempre de mi bolso, cada día en ese mismo instante.

Extrañamente no soy menos feliz que a otras horas, y a menudo voy canturreando, y sé que aún así aparezco triste, cansada, desilusionada, pero sólo estoy incompleta, o en mi estado más puro, no estoy segura.

En esos momentos miro a la gente con otros ojos, la observo, los siento como si me llegaran desde sus almas. Pocos miran a los ojos, y en el vagón algunos leen. Otros parecen tristes y algunos, los que sonríen, parecen locos. A veces algún niño, que aparecen cuando voy muy tarde, como duendes, da vida a la escena, o rompe la calma con una alegría inoportuna, incómoda. Huele bien el aire, normalmente, y alguna música que se escapa de los auriculares de algún joven de futuro sordo, distrae a alguien o ni siquiera eso. Pero entre los que sí se miran nace algo, una especie de complicidad, un deseo temprano de emociones fuertes, de escape de la rutina o de la vida que no les gusta tener. En ralentí, la ciudad se despierta.

Después, salgo del vagón y sigo pensando.


Pues en uno de esos días, pensé algo interesante, tuve buenas ideas. Cuando las recuerde prometo escribirlas.