viernes, 20 de mayo de 2011

el país del dos

Había una vez un país azul en el que todas las cosas eran de a dos. Dos trabajos, dos casas en dos ciudades para cada habitante, todos ellos gemelos. Era muy aburrido porque nunca nadie podía estar solo. Los humanos y los perros iban siempre de dos en dos, el café siempre era doble, las fuentes en los pares de plazas tenían dos salidas de agua, y las avenidas, con sus dobles semáforos, tenían árboles por duplicado cada dos metros. Como no existía el número uno era muy difícil tener un rato tranquilo, tenías dos, lo que a veces era demasiado. Dos veces en la vida te enamorabas, de dos personas a la vez y las dos veces o te iba muy bien o te iba muy mal, te dejaban o dejabas, enviudabas o morías. Si morías la primera vez era un fracaso para el cuento entonces eso nunca pasaba.

Un día, perdón, dos días, pasó que una persona quiso estar a solas durante dos semanas, porque había oído que en otros países era posible. Tuvo mucho miedo pero lo logró. Hizo dos maletas y abandonó a su gemelo y sus dos casas sin decir nada a nadie, sin dejar dos notas siquiera. Al día siguiente, el país se descuadró: había aparecido el uno.

Al principio todos sintieron malestar, y después curiosidad por la nueva situación. Salieron a las calles, inseguros, por la falta de costumbre y por el temor a lo desconocido, y sin violencia, empezaron a romper cada doble farola, doble semáforo, y así todo lo demás, dejando las ciudades totalmente impares en cada uno de sus componentes. Las personas se separaban al caminar, y regalaban una de sus casas, bicicletas o cepillos de dientes volviendo todo individual. La gente se volvió individuo.

Parece ser que nadie había inventado nada, parece ser que el uno ya existía pero nadie lo sabía. Nadie, hasta ese día, había sido capaz de pensar de otra manera, nadie se había atrevido a probar ni por dos veces lo que no estaba escrito ni previsto.



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Imagen: Ramon Casas

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