Hoy un hombre, un indigente, que no pedía dinero, que no debía ir a ninguna parte, que sólo compartía vagón conmigo y con otras gentes, tapaba su rostro con sus manos, y de la forma más discreta nunca vista secaba lágrima tras lágrima sus mejillas en un silencio espantoso. La cercanía que nos ocupaba hacía que casi tocara mi brazo derecho y el pudor de la mínima distancia me impedía mirarle directamente. Fue la cara de la señora que, sentada un poco más allá, lo observaba con demasiada angustia para una hora tan temprana, lo que confirmó mi sospecha. Ella, con una expresión que sé que no podré borrar, quizá pensando qué hacer cuando no hay nada que hacer, sacó una caja de galletas de su bolsa y se la entregó. El hombre mostró entonces su cara empapada y sonrió mientras la aceptaba. Tuve tantas ganas de abrazarlo, pero solo me bajé del vagón, y lloré, mucho rato, y sentí que tampoco entonces tenía ningun derecho a hacerlo.
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Imagen: O. Guayasamín